LOS PERROS SIN AMO
POR CARLOS CASTRO SAAVEDRA
los perros sin amo, los perros vagabundos, los perros que caminan por una y otra parte, tristes y hambrientos, buscando un poco de comida y otro poco de afecto.
Todos los hemos visto alguna vez, en alguna parte, haciendo lo posible por sobrevivir, por ladrar, por encontrar a alguien que se apiade de ellos y les tome cariño, o al menos los contemple con ojos compasivos y misericordiosos.
Cruzan los parques solitarios y con la cola entre las patas.
Duermen en cualquier parte y ni siquiera tienen fuerzas, antes de recogerse y de cerrar los ojos.
Comen zapatos viejos o por lo menos tratan de comérselos, hasta que les arrojen una piedra y se van con la boca y con el alma (puede que tengan alma) llenas de sinsabores y frustraciones de los dientes, la lengua y la saliva.
Fueron condenados a vagar sin rumbo, a merodear por basureros, mataderos y restaurantes de tercera clase. Fueron condenados a ser los propietarios de un permanente ayuno.
Cuando ventea fuertemente y la lluvia no oculta sus pretensiones diluviales, buscan refugio bajo los aleros de las casas antiguas y tanto se estrechan a los muros para que el agua no los moje, que los muros se ahuecan un poquito y se llenan de pelos tiritantes.
Cuando el verano, por el contrario, trata de competir con el invierno y ganarle batallas y lo logra hasta cierto punto, los perros sin amo, abrazados por el calor, martirizados por la sed y a punto de quemarse y achicharrarse, lamen las tuberías y buscan los escapes de las mismas, para beberse un hilo de agua fresca: un hilo tan delgado, tan delgado, que el ojo de una aguja no alcanzaría a verlo ni a sentirlo.
Amanecen cubiertos de rocío y tiznados por los fantasmas y los residuos de la noche. Su desayuno es nada, nada distinto a bostezar y comenzar de nuevo a vagar por las calles, olfateando las aceras y las puertas de los hoteles y las panaderías.
Son como almas en pena, buscando a toda hora salir del limbo de este mundo, por cualquier hendidura o pasadizo estrecho, para alcanzar al fin extenuados pero felices el reino de los cielos.
Estos perros sin amo -tan amados por la desdicha- mueren de inanición y de tristeza en muladares y avenidas,y no cuentan siquiera con un entierro de novena clase. Son sepultados, con la basura, desde luego, por los hombres que la recogen en carros fúnebres y lentos.
POR CARLOS CASTRO SAAVEDRA
los perros sin amo, los perros vagabundos, los perros que caminan por una y otra parte, tristes y hambrientos, buscando un poco de comida y otro poco de afecto.
Todos los hemos visto alguna vez, en alguna parte, haciendo lo posible por sobrevivir, por ladrar, por encontrar a alguien que se apiade de ellos y les tome cariño, o al menos los contemple con ojos compasivos y misericordiosos.
Cruzan los parques solitarios y con la cola entre las patas.
Duermen en cualquier parte y ni siquiera tienen fuerzas, antes de recogerse y de cerrar los ojos.
Comen zapatos viejos o por lo menos tratan de comérselos, hasta que les arrojen una piedra y se van con la boca y con el alma (puede que tengan alma) llenas de sinsabores y frustraciones de los dientes, la lengua y la saliva.
Fueron condenados a vagar sin rumbo, a merodear por basureros, mataderos y restaurantes de tercera clase. Fueron condenados a ser los propietarios de un permanente ayuno.
Cuando ventea fuertemente y la lluvia no oculta sus pretensiones diluviales, buscan refugio bajo los aleros de las casas antiguas y tanto se estrechan a los muros para que el agua no los moje, que los muros se ahuecan un poquito y se llenan de pelos tiritantes.
Cuando el verano, por el contrario, trata de competir con el invierno y ganarle batallas y lo logra hasta cierto punto, los perros sin amo, abrazados por el calor, martirizados por la sed y a punto de quemarse y achicharrarse, lamen las tuberías y buscan los escapes de las mismas, para beberse un hilo de agua fresca: un hilo tan delgado, tan delgado, que el ojo de una aguja no alcanzaría a verlo ni a sentirlo.
Amanecen cubiertos de rocío y tiznados por los fantasmas y los residuos de la noche. Su desayuno es nada, nada distinto a bostezar y comenzar de nuevo a vagar por las calles, olfateando las aceras y las puertas de los hoteles y las panaderías.
Son como almas en pena, buscando a toda hora salir del limbo de este mundo, por cualquier hendidura o pasadizo estrecho, para alcanzar al fin extenuados pero felices el reino de los cielos.
Estos perros sin amo -tan amados por la desdicha- mueren de inanición y de tristeza en muladares y avenidas,y no cuentan siquiera con un entierro de novena clase. Son sepultados, con la basura, desde luego, por los hombres que la recogen en carros fúnebres y lentos.
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